Cuando ejerces como autónomo tributas tus ganancias a través del IRPF, un impuesto de carácter progresivo que aumenta conforme lo hacen tus ingresos. Esto significa que, a mayor beneficio, más alta es la carga fiscal, pudiendo alcanzar tipos impositivos del 40 % o incluso más en tramos superiores. Además, aunque es posible deducir ciertos gastos vinculados a la actividad, Hacienda exige que estén plenamente afectos a la actividad profesional, y aquí suele haber más restricciones que en el caso de una sociedad.
En cambio, una sociedad limitada tributa por el Impuesto sobre Sociedades, con un tipo fijo general del 25 %, y durante los dos primeros ejercicios con beneficios puede aplicarse un tipo reducido del 15 %. Esta diferencia puede marcar la rentabilidad fiscal del negocio: si los beneficios son altos —por encima de los 40.000 € anuales, aproximadamente—, la SL suele ser más ventajosa en términos fiscales. También permite una mejor planificación fiscal, como el reparto de dividendos o el diferimiento de beneficios.
Otro aspecto clave está en la responsabilidad frente a terceros. Como autónomo, respondes con tu patrimonio personal ante cualquier deuda o reclamación, mientras que en una SL esta responsabilidad queda limitada al capital aportado. Esto no afecta directamente al tipo de tributación, pero sí tiene un impacto importante en la seguridad jurídica y financiera del proyecto a largo plazo. Además, a nivel contable y administrativo, una SL requiere más formalidades, como la llevanza de libros contables, presentación de cuentas anuales o escritura notarial para su constitución.
Si estás dudando entre una opción u otra, es importante que también valores con qué entidad vas a trabajar. No es lo mismo una cuenta para un autónomo que una adaptada a los movimientos de una empresa. Aquí te puede interesar comparar las distintas alternativas que ofrecen los bancos en función de tu perfil.
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